CARTA DE SAN VICENTE A LA UNIDAD PARROQUIAL DULCE NOMBRE DE MARÍA Y MARÍA  MILAGROSA:

Queridos hijos e hijas, sacerdotes, consagrados y fieles laicos que compartís la fe en la Parroquia La Milagrosa.

Yo, Vicente de Paúl, indigno sacerdote de la Misión, tengo el atrevimiento de dirigirme a vosotros en estas vísperas de la fiesta con que me honra la Iglesia el 27 de septiembre, fecha en que nací a la vida eterna en 1660. Sé  que os ha tocado vivir en un mundo muy distinto al mío, y os escribo una carta -unas 30.000 escribí a la largo de mi vida- para animaros y recordaros lo que espero de vosotros, pues mi carisma sigue estando presente hoy en la Iglesia y sigue siendo tan necesario como en el s. XVII. Siempre he pensado que el que continúa mi espíritu es una persona de acción. En su mesa de trabajo, de rodillas en la iglesia, sobre el propio terreno, de visita a su amigo enfermo o necesitado,… se siente comprometido por aquellas palabras que yo decía a mis primeros compañeros: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente». Pero cuidad de no caer en el activismo y el estrés tan propio de vuestro tiempo; dad prioridad al “ser” que al hacer, al «saber estar», pues lo vuestro es vivir en «estado de caridad» en todos los aspectos de vuestra vida. Que el amor de Cristo motive y dinamice vuestra vida espiritual, vuestro trabajo, el apostolado y  la vida comunitaria. Os parecerá anticuada la expresión, pero a mí me gustaba animar a mis colaboradores a ser «celosos», que vosotros podríais traducir por aventureros de alma, valientes, personas de corazón e ilusionados, capaces de asumir riesgos al apostar por Dios y por los pobres. «Es preciso que nos entreguemos del todo a Dios y al servicio del pueblo; que seamos del todo de Dios, que nos consumamos, que expongamos nuestras vidas por llevar el Evangelio y hacerlo efectivo». Pero os preguntaréis: ¿de dónde proviene esa energía, esa valentía y coraje? Yo lo tengo muy claro; de una pertenencia fundamental, de estar anclados en Dios, de tener en Dios nuestra roca, de conocer el amor del Padre y estar abiertos a las llamadas del Espíritu. Y para conseguir esto os voy a comunicar mi secreto: “Sed personas de oración y seréis capaces de todo”. Para unirse por amor al Dios-Amor el medio es el orar cotidiano. La oración es como la fuente, el aire, el alimento, el alma de la vida del cristiano. Y será vehículo que os conduzca a Cristo, «el verdadero modelo y cuadro visible en el que hemos de configurar nuestros actos».

Como estáis familiarizados con el Evangelio sabéis que no existe otro camino, otra verdad, otra vida para un creyente. Yo solía decir «Nada me agrada sino en Jesucristo». Os invito a identificaros conmigo al hacer vida sus palabras: «Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc. 4,18) y «Lo que habéis hecho al más pequeño de entre los míos, a mí me lo habéis hecho» (Mt. 25,40). Cultivad estas parcelas como si fueran el jardín familiar, vuestro rincón preferido. Jesús, sabéis por experiencia, no cesa de arrastrarnos hacia su horizonte privilegiado, hacia la herencia que nos deja: los empobrecidos, los excluidos, los más débiles de nuestra sociedad; ellos son  “mi peso y mi dolor”. Tenéis que ser amigos de ellos para ser amigos de Él. A pesar de vuestros temores y dudas vivid desde la cercanía a ellos, en servicio humilde. Sabéis que ellos son “vuestros señores y maestros”. Sirviéndoles a ellos, a Cristo servís. No os limitéis al servicio corporal, aunque sea prioritario, sino servid integralmente a sus personas, pues el Señor quiere la promoción «de todo el hombre y de todos los hombres». Anunciadles el Evangelio como fuerza de liberación para todos, pero de manera preferencial, para aquellos que visita el sufrimiento, que oprime la injusticia. Sabéis que yo no actué como un «francotirador», por libre, sino que siempre conté con muchos colaboradores para realizar un trabajo organizado y efectivo. Os animo a seguir valorando la vida fraterna y el trabajo en equipo. Formáis una comunidad, una familia. Sed capaces de llamaros «hermano» o «hermana», con un entusiasmo que no sucumbe ante antipatías o diferencias personales. Los que os consideráis miembros de «mi familia» fortaleced vuestros lazos, orad juntos, formaos en el seguimiento del Señor, colaborad en las tareas parroquiales, según vuestros dones. Valorad vuestro servicio a los hermanos, especialmente a los más débiles, los preferidos de Dios, los primeros en su Reino. Y no olvidéis que, como yo decía a las Hijas de la Caridad, “únicamente por vuestro amor os perdonarán los pobres el pan que les deis”. Sed corazón en un mundo sin corazón, testigos de la «ternura de Dios» en vuestra sociedad, a veces tan deshumanizada e increyente. Vuestro «padre» e  “indigno servidor».

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